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2 de febrero de 2014

Tres hermano encuentran oro,

 por Prem Rawat.

HABÍA UNA VEZ TRES HERMANOS… que se habían criado con bastantes comodidades. Pero los años transcurrieron, sus padres fallecieron, ellos perdieron todo su dinero y acabaron completamente arruinados, hasta el punto de tener que mendigar para comer. En estas circunstancias, los tres hermanos decidieron ir a los ríos de la montaña en busca de oro.

La suerte les sonrió, los tres encontraron la misma cantidad de oro, y cada uno se llevó su parte a casa. Pasó un tiempo, y el primer hermano, que era muy religioso, instaló un pequeño altar para su oro. Cada día le rezaba, invocando su poder para eliminar la pobreza y el sufrimiento que le aquejaban, y no tener así que mendigar nunca más ni verse obligado a hacer nada que no quisiera hacer, una vez que ya tuviera casa y comida. Eso es todo lo que hizo, rezar.

El segundo era muy culto. En lugar de rezar al oro, escribía ensayos sobre su poder y poemas en su honor. Describía con detalle cómo el oro, tan bello y brillante, tenía el poder de quitarle el hambre y de proporcionarle ropa y un techo bajo el que guarecerse.

En un principio, podría parecer que hay una gran diferencia entre lo que hicieron estos dos hermanos, pero pensándolo bien, la diferencia no es tan grande.

El tercer hermano vendió el oro. Con el dinero que obtuvo, compró una finca en la que plantó verduras y árboles frutales. Comía todo cuanto quería, lo que no necesitaba lo vendía, y con el dinero que ganó de ese modo se construyó una casa preciosa. Lo curioso del caso es que este tercer hermano consiguió las tres cosas que anhelaban los otros dos, ropa, comida y techo.

Había pasado mucho tiempo cuando decidieron volver a reunirse. “¿Qué tal te va?”, se preguntaron al verse el uno al otro. El primero dijo: “Muy bien. Rezo todos los días. Cada día pido al oro todopoderoso que me proporcione ropa para vestirme, una casa en la que vivir, y alimentos para comer. No me cabe duda de que, dada mi sinceridad, algún día el oro me responderá”. El segundo hermano dijo: “Yo escribo ensayos maravillosos sobre el oro, y estoy seguro de que algún día, complacido con mis alabanzas, el oro me concederá todos mis deseos”. Al ver la devoción y la entrega que sus hermanos mostraban por el oro, el tercero permaneció callado. Así que los otros le preguntaron: “¿Y qué haces tú? Llevas buena ropa y se te ve saludable. No como nosotros, con estos harapos. ¿Qué ha ocurrido? ¿Han sido atendidas tus plegarias?”. El tercer hermano dijo: “Lamento decirles esto, pero yo vendí mi oro. Con el dinero que me dieron compré una finca y trabajo en ella. Así es cómo, gracias al oro, ahora tengo ropa, comida y techo”. Entonces los otros dos se dieron cuenta de que aunque los tres habían comenzado con la misma cantidad, en realidad ellos dos no habían hecho nada con el oro.

Esta historia tiene mucho contenido. Se podría hablar de ella durante horas, sin duda, porque refleja la condición de este mundo. Se nos ha dado algo cuyo valor no entendemos. Rezamos a Dios, pero no aceptamos su regalo. Cada día hacemos más peticiones a Dios, pero no aceptamos lo que nos da. Creemos que si rezamos, algún día, en el futuro, nuestros deseos se cumplirán. Perdón, pero eso es confundir a Dios con un genio.

Para que nuestros deseos se cumplan necesitamos a un genio, no a Dios. La diferencia es que Dios da sin que se le pida. Con un genio, uno tiene que frotar la lámpara, y cuando el genio aparece te concede tres deseos. Hay que pensar bien lo que uno quiere, pedirlo con habilidad y tal vez entonces el genio te lo conceda. Pero eso no es real.

Lo que se nos da cada día, el regalo de la vida, del aliento, de la conciencia, la comprensión, la claridad, la serenidad, no se puede comprar. Son regalos. No hay una tienda con un letrero que diga: “Aquí se vende serenidad”. O: “Aquí se vende claridad”. Se regalan. No hay una tienda con un cartel que ponga: “Compre alientos aquí”. Si existiera una tienda así, habría una cola larguísima. La gente que se queda sin aliento en los hospitales iría derechita a ponerse en la cola diciendo: “¡Yo también quiero, para mí también!”.

La vida se te ha dado gratuitamente. Lo único que se te pide es que hagas algo con ella. En ambientes intelectuales, la gente habla de paz y escribe libros y ensayos sobre ella. Elaboran definiciones de la paz e imaginan lo hermoso que sería tenerla. Pero muy pocos hacen algo al respecto. Con respecto a la guerra, sí que se hacen cosas. Hay empresas gigantescas dedicadas a investigar cómo desintegrar a un ser humano con rapidez y precisión. Su objetivo es fabricar una bala que no falle. Quieren que cada bala acierte. Conocen el valor de una bala, pero desconocen el valor de una vida humana. Y, a propósito, somos nosotros quienes constituimos el sistema, y somos nosotros quienes lo financiamos. Lo único que se necesita es decir: “Enemigo”, y la respuesta es: “¿Enemigo? Ahora verás. Allá vamos”. Tenemos explicaciones e ideas, “¡oh, sí, paz, qué bueno sería!”, pero nada más. Nadie hace nada al respecto. ¿Y qué podemos hacer nosotros por la paz?

¿En qué crees que consiste la paz? ¿En que todo el mundo levante dos dedos en un gesto? ¿En eso consiste la paz? ¿En que todos nos pongamos túnicas largas, vaporosas, y sonriamos con flores en la mano? ¿En que ya no haya nadie haciendo footing por la calle, solo recogiendo flores y pasándoselas de unos a otros? ¿Es eso paz? ¿Qué es la paz? ¿Qué aspecto tiene la paz?

Son muchas preguntas, y es el momento de empezar a dar respuestas. Así que he aquí algunas respuestas... y no son palabras vacías. Respaldo cada una de ellas. Cuando digo paz, hablo de la que puedes sentir porque está en tu interior. ¿A qué se parece la paz? Se parece a ti cuando estás satisfecho, cuando tu cara refleja agradecimiento, comprensión, claridad, serenidad. A esa cara. A eso se parece la paz. La paz danza en el rostro de los seres humanos. Cuando tu cara transmite paz, es cuando más bella se ve. No necesitas maquillaje, no importa si te has afeitado o no. Puede que alguno esté dudando de que esto sea verdad. Bueno, dejen que les diga algo. De vez en cuando -cuando estás satisfecho, feliz- todo tu ser cambia por completo. Te conviertes en todo aquello que aspiras a ser. Te vuelves bueno, cortés. Esto de verdad ocurre, lo he visto. Cuando un padre está de buen humor y su hijo le dice que necesita ropa nueva: “¡Pues claro que sí, no hay ningún problema!”. ¿Les resulta familiar esta escena? Cuando estás haciendo cola en el cine y alguien te dice: “¿Me deja pasar?”, si estás de buen humor, respondes: “Vale, adelante”.

Cuando te sientes bien te conviertes en un ser humano. Y cuando te vuelves un ser humano, tienes consideración por los demás. Cuando estás de buen humor, todos esos detalles que te molestan -o detalles tuyos que molestan a los otros- desaparecen. Pero si estás de mal humor, ni tus propios hijos se te acercan. “¿Cómo está papá? ¿De buen humor, o de mal humor?”.

Cuando te sientes bien, eres tan diferente. Te muestras íntegro, brillas, da gusto estar contigo, resulta un verdadero placer. Pero cuando no estás satisfecho, nadie quiere estar contigo, nadie. Ni tu mujer, ni tus hijos, ni tus padres. Así de importante es la paz, así es de sencilla, así de hermosa. ¿Y dónde está? ¡En tu interior!

La oscuridad está obligada a ceder ante la luz. Toda la oscuridad, toda la ignorancia. La ignorancia cede ante el verdadero conocimiento.

¿Y cuál es el verdadero conocimiento? “Conócete a ti mismo”, no son palabras mías, las pronunció Sócrates. Ese es el conocimiento supremo. Y Sócrates no fue el único en afirmar esto. Está recogido en algunas de las más antiguas escrituras indias: “De todos los conocimientos que se pueden tener, el conocimiento de uno mismo es el conocimiento supremo”.

Tenemos un montón de regalos, pero se nos olvida quiénes somos, cuál es nuestra verdadera naturaleza, y dónde podemos encontrar lo que se nos ha regalado. Así que nos ponemos a darle vueltas y más vueltas, a divagar. Eso es lo que todo el mundo ha estado haciendo desde hace mucho tiempo, darle vueltas y más vueltas. La fórmula para que este mundo vaya bien es muy antigua: paz y prosperidad.

Este viaje de miles de kilómetros comienza con el primer paso. Y el primer paso es que tú estés en paz. Entonces comenzará, cuando tú estés en paz. Todos buscamos respuestas fuera de nosotros mismos. Todos seguimos una fórmula u otra. Cuando hablas con los jóvenes, a veces te dicen: “No, no, ahora no quiero meterme en eso de la paz. Quizá cuando me jubile”. Porque tenemos un plan pormenorizado y, de acuerdo a ese plan, no nos moriremos hasta que seamos muy, muy viejos. Cuando alguien joven muere, la gente se pregunta: “¿Cómo ha podido pasar? Era tan joven”. Son palabras que solo denotan ignorancia.

¿Sabes cuál es el mayor milagro que puede haber en tu vida? El milagro es tu existencia, tu vida. El milagro es la alegría que reside en tu interior. El milagro es la paz que danza dentro de ti. Puedes comprenderla y sentirla. En eso consiste el Conocimiento que te ofrezco, en la posibilidad de que esa paz se refleje en tu cara. La posibilidad de sentir esta vida tal y como se supone que hay que sentirla, vivirla tal y como se supone que hay que vivirla.

Necesitas paz, búscala. Donde sea que la encuentres, está bien. Pero recuerda que no necesitas paz solo para un día, necesitas sentir paz todos los días de tu vida. Ocurra lo que ocurra en tu vida, busques la paz o no, recuerda una cosa: incluso aunque no la estés buscando, la paz está en tu interior. Incluso aunque no la quieras, aunque la detestes, la paz siempre estará en tu interior. Dondequiera que vas, llevas esa paz en tu corazón. Cuando la paz danza en la cara de un ser humano, es cuando más bella se ve.
Surgiendo de la nada, un aliento llega a ti trayéndote el regalo de la vida luego desaparece, y luego regresa otra vez para traerte de nuevo el regalo de la vida, una y otra vez de aliento en aliento, de uno en uno, no de dos en dos, ni de tres en tres, ni de cinco en cinco… de uno en uno, ese es tu ritmo, ese es tu compás. Esa es tu sinfonía, esa es tu historia.


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